En pocos años las cosas habían cambiado tanto que casi ni reconocíamos el mundo en que vivíamos, y claro, el veraneo no podía ser menos: ya valorábamos el moreno y oíamos hablar de lugares exóticos como Mallorca, adonde había ido Pérez, y le había parecido maravilloso. Además, una ampliación de las vacaciones laborales de una semana a tres nos enfrentó a 21 días libres por delante del cabeza de familia, o sea el jefe, con un solo precedente (no podría asegurar si fue el 65 o el 66) de fijar un lugar para «pasar el día» en Gijón, que culminó en desastre.
Para empezar tuvimos que levantarnos a las siete de la mañana para poder coger el tren en Ujo a las nueve. Tres críos de ocho, tres y un año; papá, mamá y la abuelita; bolsas, infinidad de bolsas para contener la comida, los trapos, la tumbona de la abuela, los juguetes de la playa y un sin número de OVNIS (objetos viajeros no identificados). La caminata de Figaredo a la estación de Ujo -había autobuses, pero según mi padre no pasaban a aquella hora-, y una vez en la estación de Ujo, papá reconociendo que mintió un poco, que el tren pasaba a la media, pero dijo a las nueve porque nunca se sabe. Y claro, el tren con retraso, porque entonces los trenes siempre venían con retraso. Y llegar a Gijón a las doce, pisar la arena y recordarte que no podías ni tocar el agua porque tenías que hacer la digestión del pinchín que comiste para matar la desesperación de esperar el tren. Y la digestión que en días normales era de dos horas, en la playa se convertía en tres.
Así que a la una intuías el agua, pero a y cuarto, a comer porque lo decía papá, cuyo horario no cambiaba ni por un bombardeo. Acabar de comer a las dos, con lo cual te garantizabas hasta las cinco sin poder ni mirar el líquido elemento. Y a las cinco y media que había que arrancar para la estación que el tren salía a las seis. Que luego eran las seis y media y el retraso. Así que cuando entrabas por la puerta de casa, «fané y decangayado», las nueve de la noche por lo menos. En una palabra: que Gijón no valía. Fue entonces cuando «El Vasco» abandonó la máquina de vapor que te anegaba en hollín cada vez que cruzabas el túnel camino de Oviedo, y en su lugar apareció un tren moderno de gasóleo, con vagones estilizados que semejaban el talgo en pequeño. Y en la portada de LA NUEVA ESPAÑA aparecían bañistas alegres saltando en los trampolines de Cabañaquinta, porque allí había nacido una costa fluvial que garantizaba diversión y desenfreno.
Y probamos. La caminata hasta la estación de Ujo-Taruelo (mi padre decidió que Ujo-Taruelo quedaba más cerca que Figaredo, y como era habitual en aquel entonces, palabra de Dios, o sea de mi padre, puntu reondu) era menor que hasta Ujo, el Vasco tardaba nada en llegar a Cabañaquinta, y aquello era una maravilla, con sus pozos tan cuidados, sus trampolines, los prados para jugar al fútbol… y las miles de personas. Porque aquello era lo más parecido a un avispero humano, jugando cinco o seis partidos de fútbol a la vez, con siete balones y quinientos jugadores, y apenas un hueco que había que reservar para poder mojar el pie.
Así que papi dijo que nanay que, o más arriba había menos gente o tampoco valía para el veraneo. Por suerte Collanzo, era otra cosa: vale, no se podía ni entrar en fin de semana, pero el resto de los días, sobre todo de mañana, casi quedaba para nosotros solos. Podíamos hasta ahogarnos sin que nadie se enterara y el único problema era que el agua estaba un poco más fría. O mucho, pero entonces tenías diez años, y no temías a nada (bueno, también aquel año descubrí que el miedo es libre, y que a pesar de que la culebra de agua con que me encontré frente a frente huyó valientemente en dirección contraria a la mía mientras yo huí más aterrorizado aún río abajo), aquel año, preludio de otros muchos disfrutados a la orilla del río Aller en Collanzo, fue el descubrimiento de la playa fluvial, la ensaladilla y los filetes empanados. Y lo disfruté tanto que todavía hoy cuando encuentro un buen pozo para bañarme, no lo cambio por ninguna playa ni, por supuesto, por ninguna piscina. Porque como decía mi abuela María, sentada de riguroso luto en su tumbona, con la inseparable novela de Corín Tellado en el regazo, «esto ye vida». Y lo era, vaya si lo era.